AMOR DEL DE SIEMPRE

No se casó con ella por su saber hacer en la cocina, más bien su repertorio era escaso; eso sí, lo que hacía lo bordaba. Lo que él necesitaba era una mujer que se ocupase de todo y ella tenía ese talante. Amable, discreta, trabajadora, siempre dispuesta a todo con una sonrisa en los labios. Era su mujer perfecta.

Se sentía libre porque nunca oía un reproche. Cuando llegaba a casa la comida siempre estaba preparada. Llegase cuando llegase ella le esperaba para comer juntos. La ropa siempre limpia, llegase como llegase. Sexo: el descanso del guerrero. Sus deseos eran órdenes para ella.

Por su escasa formación él desconocía la palabra “servicial”, pero si alguien le hubiese explicado su significado, estaría de acuerdo en que la definía perfectamente. Se sentía…, era el rey de la casa, la envidia de sus amigos.

Los años, como grandes aliados de la experiencia, fueron sus grandes maestros. Hasta tal punto consiguió anticiparse a los deseos de él, que habitualmente conseguía hacerlos realidad antes de que los manifestara. Claro que ese control de la situación le hacía desesperarse ante las pequeñas torpezas y con el tiempo comenzó a balbucear algunos reproches, apenas audibles en los primeros momentos: “Mira cómo te has puesto”, “no irás a salir así…” Pero bueno, tampoco era para tanto, en realidad él ni le prestaba atención. Desde luego el estatus y la calidad de vida que tenía compensaban con creces estos pequeños inconvenientes que, bien pensado, eran triviales. Cualquiera de sus colegas se hubiese indignado si le hubiese oído quejarse. Cualquiera estaría dispuesto a cambiarle el puesto sin dudarlo.

El tiempo fue pasando y él seguía igual de feliz. Cuando oía en las noticias de “El Parte” todas esas estupideces sobre la igualdad se decía a sí mismo: “Qué tontería, que le pregunten a mi mujer”. Era inmensamente dichoso. Nunca llegó a pensar qué pasaría si ella faltase.

Cayó enfermo, y como no podía ser menos, allí estaba ella, día y noche. Fue grave, pero salió adelante. La secuela fue una importante disminución de sus capacidades físicas y una medicación de por vida. También de eso se ocupó ella. Nunca hubo un error con las pastillas. A menudo se le olvidaba y se hacía necesario salir detrás para que se las tomara a su hora, pero no le importaba. Era parte de su trabajo.

Ahora más que nunca era necesario anticiparse a sus deseos. Sabía que sus cualidades estaban mermadas y tenía que esforzarse aún más. Había conseguido tal grado de perfección en su trabajo, que ya casi no era necesario ni hablar. Es más, hacía tiempo que apenas hablaban. Él no sentía tal necesidad, aunque ella siempre esperaba una palabra amable.

De manera inconsciente de continuo ponía en práctica esa capacidad de… "anticipación", adquirida a base de observación y constancia. En casa, en cualquier reunión familiar o con amigos ella se encargaba de todo, no porque los demás no quisiesen colaborar, sino porque le gustaba tener todo preparado como a él le gustaba. En la mesa, nadie había conseguido saber jamás cómo se las arreglaba para comer lo mismo que los demás, dado que se pasaba el tiempo levantándose y sentándose mientras servía la comida, cortaba pan o acercaba el vino. Las demás ya habían renunciado a tomar la iniciativa, porque por mucho que se habían estado esforzando en el pasado, siempre estaba ella allí tomando la delantera. “Te habrás dado cuenta de que soy siempre yo la que prepara la comida para todos, la única en levantarse a fregar los platos. Si no me levanto yo, no lo hace nadie”. Le decía siempre. Él callaba. Ya no recordaba cuándo le había dicho por última vez que las cosas no se hacen así, que hay que hablar y acordar cómo se reparte el trabajo entre todos. Eso ya no importaba.

Tenía un pequeño taller en casa donde hacía sus “chapucillas”. Ella, siempre con el ánimo de ayudar se colocaba a su lado: “¿Qué haces?”, “¿No sería mejor que lo hicieses de esta otra manera?”, “¿Así no lo vas a conseguir?”. Cada vez se levantaba más temprano tratando de evitar sus atenciones. Todo inútil. Ni a pesar de sus gritos consiguió que cambiase ese "espíritu de colaboración". Se retiraba discretamente sin decir nada y unos minutos más tarde ya estaba allí de nuevo: “Yo lo haría de esta otra manera, acabarías antes”.

Ella asumía su creciente malhumor. No le importaba ver día a día que cuanto más se desvivía, peores respuestas iba a recibir. Se había convencido a sí misma de que cada día estaba más "torpe"; creía ver a un hombre físicamente disminuido y mentalmente incapaz. No importaba, para eso estaba ella allí.

“¿A dónde vas?”. “Eso no te conviene”. “No ves que eso no se puede hacer así”. “¿Te sirvo un poco más de arroz?” “Deja que yo lo haga, tu no vas a poder”. “No salgas que te vas a mojar”… Se convirtió en la voz de su marido. Cualquier pregunta o cuestión que le planteaban a él, ella siempre estaba lista para dar la respuesta. Discreta, con voz suave pero firme, nadie se percataba de que se inmiscuía en todas las conversaciones. Lo hacía con tal control de la situación que casi ni se notaba. Ni ella era consciente. Se especializó en matizar lo que él decía u opinaba: “… lo que ha querido decir es que…”. Al principio al quedarse con la palabra en la boca, sin poder responder se revolvía furioso: “Me han preguntado a mi”, le decía. Pero era tal su persistencia, que sin apenas darse cuenta terminó acostumbrándose a hacerse “el sordo”.

A pesar de su enfermedad, decidió que estaba mejor en la calle que en casa. Ni se despedía al salir. “No vaya a ser que encuentre alguna escusa para que me quede”, le decía el subconsciente. Cuanto más lejos más libertad se respiraba, así que sólo volvía en casa para comer, cenar y dormir. Aun así, no se libraba de sus cuidados y de sus atenciones: “¿A dónde vas?”. “Eso no te conviene”. “No ves que eso no se puede hacer así”. “Deja que yo lo haga, que tu no puedes”, eran frases que resonaban constantemente en su cerebro. Llegaba a oírlas incluso antes de que ella las dijese. Soñaba con ellas.

Pasó el tiempo, ya ancianos, seguía saliendo casi todo el día, instintivamente había asumido la ausencia total de espacio dentro de la casa. Ella se sentía una incomprendida pero era muy feliz, porque había conseguido que él tuviese todas las atenciones, que no tuviese que preocuparse por nada. Lo tenía todo controlado. Incluso ya ni se preguntaba por qué era tan desagradecido. Sabía que gracias a ella su torpeza no se notaba.

Hacía más de 5 años que había dejado de ir al monte. Esa mañana decidió volver a intentarlo de nuevo a pasar de sus limitaciones por la enfermedad. El día fresco y gris era ideal para no sofocarse. Cuando ella se levantó no se percató de que ese día había salido con otra ropa y otro calzado. A la hora de comer, justo cuando él solía entrar por la puerta sonó el teléfono.

Llegó al hospital con la esperanza de que estuviese todavía vivo, pero en la misma recepción le abordó un médico que le explicó que ya había llegado muerto. Mientras le acompañaba por los pasillos hasta el depósito le comentó: “Cuando le encontramos tenía una especie de sonrisa en el rostro que no había visto en mi vida. Se nota que eran ustedes muy felices, ¿verdad?

Aquella noche, cuando se fue a la cama sabía que no se volvería a levantar.

8 comentarios:

Katy dijo...

¡Impresionante! Un relato bien completo y real. No podías haber reflejado mejor la realidad de muchas mujeres, que han sido esclavas voluntarias de sus parejas. Su ley motiv era hacerles felices... Una vez desaparecido el objeto de su razón de vivir, mejor desaparecer.
Y tal vez habían sido felices, porque estoy convencida que la felicidad es una actitud y no depende de los demás.
Y si no habría que preguntar si son las mujeres más felices hoy con todos los logros de igualdad.
Conozco a muchas que se cambiarían
por servir a un marido antes que a un jefe :)

Javier Rodríguez Albuquerque dijo...

Hola Katy:
Así es. Muchas cosas están cambiando, pero no tanto. Esta historia que es "de antes" todavía se repite hoy en día.
Un abrazo.

Fernando López dijo...

Hola Javier:

maravilloso relato el que nos dejas hoy. Ella le daba sentido a su vida, y eso es importante para caminar. Las cosas han cambiado , pero como comentais Katy y Tu, la historia se repite.
Un abrazo.

Javier Rodríguez Albuquerque dijo...

Hola Fernando:
Gracias por tu piropo. Muchas veces he pensado lo que tu dices, que la gente necesita dar un sentido a su vida y aunque a nosotros nos parezca una barbaridad a ellas les permite sobrevivir.
Un abrazo.

Caminante dijo...

Hola Javier
Genial y real, bueno, más real que la vida misma.
Felicidades

Josep Julián dijo...

Hola Javier:

Tu relato me ha encantado por todo, por su forma y por su fondo en el que he creído reconocer hombres y mujeres que tienen cosas en común con tus personajes. Al menos, les pasan o han pasado cosas parecidas.
Lo único que no reconozco es el final, porque en muchos casos la pérdida no era el fin de una vida sino el comienzo de la suya.
Un abrazo.

Javier Rodríguez Albuquerque dijo...

Hola Jose Luis:
Sí. Todavía hay muchas personas que viven así o parecido.
Un abrazo.

Javier Rodríguez Albuquerque dijo...

Hola Josep:
El final también podría haber tenido esa opción. En este caso he elegido al que no sabe vivir de otra manera. Conozco a ambos modelos, pero este es le que más me ha llamado la atención, porque en realidad nunca ha sentido ni deseado ser libre.
Un abrazo.

Publicar un comentario

Después de pulsar PUBLICAR UN COMENTARIO, pulsa TAB hasta ver bien la palabra de verificación. Gracias.